GRACE (SOFT PORN HURACÁN)
Por: Eduardo Venegas
Hay un ventanal. Frente al ventanal, a unos 30 metros, está el mar. Hace unas horas ese mar estaba en calma, más parecido a una laguna que al mar. Ahora ese mar está salvaje, bravo, indomable. El mar siempre es indomable, aunque no nos demos cuenta. Ahora uno mira y se da cuenta. Se nota que ese mar está bravo. Se levantan unas olas de tres, cuatro, cinco metros, que se estampan contra la playa o contra esa franja de arena que hace unas horas era la playa. Ahora esa franja está convertida en un charco, un riachuelo. Sobre esa playa había unas camas balinesas. Estaban ahí para que un puñado de turistas pudieran tenderse a reposar y beber piñas coladas y leer y dormitar. Ahora, las camas están volteadas o despedazadas o volteadas y despedazadas. Los colchones no están más sobre esas camas, están desperdigados sobre el piso, bastantes metros tierra adentro, volteados de cualquier manera sobre caminos y jardines (que están también cubiertos de arena), como juguetes regados a su paso por un niño. O una niña. La niña es Grace.
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He visto muchas veces las palmeras mecerse por efectos del viento. Antes, siempre las vi oscilando: van y vuelven. Nunca las vi inclinarse tanto ni de modo tan ininterrumpido como las he visto desde esta madrugada. Me asomé dos o tres veces por una ventana lateral y en todas contemplé lo mismo: las ramas se estiran con dedos de una mano fantasmagórica, como las que se asoman en las noches de miedo desde la puerta del clóset, igual de huesudas aunque menos lentas (las manos que salen del clóset se estiran siempre despacio). La escena me recordó al aire acondicionado que vi en una película o en otro hotel, con unas cuantas cintas de papel metálico atadas a la rejilla para demostrar que el dispositivo está funcionando. Unas cuantas ramas-cintas se arrancaron y el tronco mismo de la palmera se dobla. Esto también es culpa de Grace.
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Grace es un huracán que entró a costas mexicanas por el estado de Quintana Roo, entre la noche del miércoles y la madrugada del jueves. Cuando se anunció que llegaría, algunos reportes decían que lo haría con ráfagas de viento a 90 kilómetros por hora. Una vez que realmente estuvo aquí, la fuerza de su ímpetu alcanzó velocidades de 120, 130, 140 kilómetros por hora. Vientos a velocidades que suelen usarse para medir la carrera acelerada de un coche. Es normal que el viento haga volar la arena, no es común que lance por los aires objetos que pesan 40, 50, 60 kilos. Eso es un huracán: una fuerza incontrolable capaz de levantar y disparar objetos pesados por los aires como si se tratara de pedacitos de papel. Antes de estar aquí, contemplando en directo sus efectos, yo sabía lo que era un huracán, porque lo había visto por televisión y había leído al respecto, pero no sabía-sabía lo que era un huracán, porque nunca había estado en el lugar por el que pasa justo cuando pasa. Ahora he visto en directo algunas pruebas de su potencia. Ahora sé-sé lo que es un huracán. En una comparación porno, podríamos decir que mientras un huracán en carne y casa propias es una experiencia hardcore, esto es más bien soft porn. Es el Noches Prohibidas de Cinema Golden Choice de los huracanes. Sabes exactamente lo que está sucediendo, ves las cosas agitarse, incluso escuchas los gemidos de las palmeras mecidas por el viento, pero no tienes un close-up de las partes más tremendas. Grace es, para mí, un huracán sin desnudez cruda ni genitales explícitos. Espero nunca saber-saber-saber lo que es un huracán.
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Estamos pasando las vacaciones en El Dorado Maroma, un hotel en la Riviera Maya. En los días previos a la llegada del huracán, tomamos el sol, nos tumbamos en las camas balinesas, bebimos piñas coladas, sentimos la arena en los pies, tomamos fotos como testimonio de que lo pasamos bien y de que nuestra hija está en camino (antes de que nuestro propio huracán chiquito toque tierra en nuestras vidas). Tuvimos un par de encuentros con fauna local: un mapache, dos o tres coatís (estoy seguro de que dos de ellos eran distintos, del otro no sé), tres gatos. Incluso encontramos en una alberca una ranita café lo bastante pequeñita para caber en mi mano. Eso sucedió la tarde del miércoles, cuando ya sabíamos que Grace estaba en camino —aunque no estábamos seguros de si sería una tormenta tropical o alcanzaría el status más imponente e intimidante de huracán—. Habíamos incluso pasado por una tormenta repentina, breve e intensa, que nos hizo creer que el huracán estaba llegando.
Sucedió la tarde del miércoles. Estábamos caminando por la playa rumbo al mar. El cielo claro, el sol pleno. A medio camino, decidí volver al cuarto por mi gorra. Adriana, mi esposa, me gritó algo que no escuché, pero por señas me hizo voltear al cielo, a mis espaldas y lo vi. Un nubarrón enorme, gris, amenazante. Me di prisa, pero cuando volví y estábamos entrando al agua, comenzamos a sentir las primeras gotas de llovizna en la espalda. Un minuto después, era una lluvia bien hecha, así que nos volvimos de prisa. Me parecía que el círculo se iba estrechando, que Grace cerraba la mano y apretaba el puño y dentro de su puño apretado quedábamos muchas personas y el mar y una extensión de la costa y entre esas primeras muchas personas un grupo de turistas curiosos o asustados o divertidos o emocionados o todo eso, contemplando estupefactos lo rápido que podía cambiar el panorama cuando la naturaleza se decide. Resultó que no era más que un aviso, una pequeña avanzada que duró menos de 10 minutos. La inminente llegada de Grace me hizo pensar en la suerte que correrían la rana, los gatos, los coatís y el mapache. ¿Qué tan conscientes estarían de la próxima llegada de una embestida así de la naturaleza? ¿Dónde se refugiarían? ¿Qué les esperaba? ¿Qué nos esperaba?
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Debe ser (es) mucho más impactante, heroico, contar que uno se salvó por los pelos de ser golpeado por una rama desprendida, que esquivó apenas el impacto de una cama que volaba como en una película, que le quedó una rajada en el brazo por protegerse de un trozo de vidrio que volaba mientras mantenía un equilibrio precario por culpa del poderoso ventarrón, que alcanzó en el último segundo el refugio antihuracanes. Todo eso es mucho más impresionante que decir que uno estuvo alojado en una suite con aire acondicionado, una sala con sofás mullidos, pantalla plana, wifi, comida, agua, cerveza fría, sin correr riesgos reales, ni peligros tangibles. Seguro que sí. Pero a mí dame esto, la verdad. Yo prefiero siempre la aburrida y protegida certeza. Eso fue posible gracias al equipo del hotel. A su organización precisa y su ejecución pronta para que las consecuencias fueran mínimas y, en todo caso, de ninguna consideración seria: reubicaron a los huéspedes que estábamos en alguna zona un tanto expuesta, protegieron los ventanales, la energía eléctrica se fue un par de veces durante la madrugada, pero la gente del hotel se aseguró de que tuviéramos comida y bebidas para la noche y la mañana siguiente, y nos explicó lo que podría suceder durante el paso de Grace. En suma, hicieron todo lo posible por tranquilizarnos y garantizar nuestra seguridad (nuestra comodidad) mientras la niña terrible avanzaba. Tenemos comida con servicio al cuarto, aire acondicionado, internet, televisión, electricidad para cargar los teléfonos, la tablet y hasta la computadora para escribir lo que ha sucedido o algo parecido a lo que ha sucedido o lo que yo he percibido que ha sucedido. Así que dormí con una tranquilidad que parece ajena al huracán que ocurría afuera.
Durante las tres o cuatro veces que desperté en la madrugada, eché un vistazo por las ventanas, para ver qué tan serio había sido. Vi hojas y ramas tiradas, sargazo y arena invadiendo los jardines, un par de camastros volteados dentro de una alberca, boyas expulsadas del mar y, la última vez, Adriana me hizo notar los colchones de las camas balinesas. Entonces me doy cuenta de que todo pudo ser bastante peor de lo que mi sueño tranquilo indicaba. Recuerdo entonces al coatí. En la habitación, junto al baño, hay una regadera a cielo abierto (tapiada por los lados, descubierta por arriba) y siento auténtico pavor de toparme ahí con su cuerpo.
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Aunque no estaba prohibido, nos recomendaron no salir de la habitación. Algunas partes estaban inundadas, había objetos tirados obstaculizando el paso, el piso estaba resbaloso. Si a eso añadimos que Adriana está embarazada, dar una caminata para ver los estragos del huracán, más que desaconsejable, es imprudente. Así que, por supuesto, salimos y vamos a caminar. Comprobamos los estropicios que, por fortuna, se quedan muy lejos de ser devastadores, pero que van a requerir mucho trabajo para que el panorama vuelva a ser el habitual: caminos cubiertos de arena, la misma que en algunos puntos rebasa los cinco centímetros de espesor, más ramas, un bar de alberca inundado, varias albercas con el fondo lleno de arena y cubiertas por hojas, camastros volcados, camas balinesas de cabeza, alguna con un letrero que pone: “Reserved. Members only”. Todo son daños materiales y nada grave. Nadie se lastimó y eso es gran noticia.
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La mañana, en el cuarto. Hay un ventanal. Frente al ventanal, a unos 30 metros, está el mar. El mar bravo, las palmeras permanentemente inclinadas, el aullido del viento rasgando sus hojas, la mano asomada desde el clóset. Todo eso sucede al otro lado del ventanal, pero yo no puedo verlo por ahí. Armo ese primer retrato del escenario entre los sonidos que escucho, lo que veo en las ventanas laterales y el relato que una integrante del staff del hotel me hace cuando viene a ver cómo pasamos la noche. Entre todo eso y mis ojos se interponen tres tablas de triplay con las que tapiaron el ventanal principal. Precisamente para evitar que todo eso pudiera estrellarse contra los cristales, con el riesgo que eso implicaría para los ocupantes de esta habitación (como todas las otras que están en primera línea frente a la playa): mi esposa, nuestra hija —dentro de mi esposa— y yo. Cuando por fin sale el sol, me dirijo a la ducha a cielo abierto. Antes de asomarme pienso en el coatí. Tengo pavor de mirar, así que miro, claro. Por fortuna esta experiencia es un huracán soft porn y cuando me asomo, en la ducha no hay ni rastro del coatí.
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