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EXTRAORDINARIO (LO SABEN TODO)

Por: Eduardo Venegas                         
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Nunca he sido extraordinario. Hace tiempo acepté que soy un tipo promedio, en el mejor de los casos; con más fortuna que talento y hecho más a golpe de consecuencia y coincidencia que de vocación y dedicación.

   Durante una época, esa falta de gloria y hazañas en mi biografía me agobiaba —medianamente, tampoco es que perdí sin remedio el sueño, que mi peso se redujo a la mitad, o que me dediqué con enjundia y tesón a subsanar mi poco brillante trayectoria—. Parte del desasosiego que mi antinotoriedad me producía provenía del hecho de que mi mamá había pronosticado para mí, en algunos momentos, pero sobre todo rumbo al final de su vida, un porvenir magnífico. Bien intencionado y todo, su augurio se convirtió para mí en un listón a cuya altura rara vez conseguí estar, y en una losa bajo cuyo peso me conduje, no siempre con el mayor de los garbos.

Es una fortuna que en el camino de nosotros los ordinarios pueda cruzarse, con la frecuencia y el resplandor que un cometa atraviesa el cielo, alguien extraordinaria, que nos dé rumbo, que encauce nuestras medianas habilidades y, ¡dicha en la Tierra!, aporte a nuestra biografía sus capítulos más gloriosos, coronados a veces con la inenarrable gloria de una hija que prolonga y da nuevo sentido a nuestra existencia. Y que sepa mostrarnos la maravilla en lo cotidiano sin dejar de impulsar nuestra ambición.

   En el mío se cruzó hace casi 20 años Adriana, sensual aparición morena que se apoderó primero de mis ojos y mis más bajos instintos, y luego, cual paracaidista en predio abandonado, prácticamente del resto de mi vivir. De ahí a la fecha, hemos protagonizado emocionantes, tremebundos, volcánicos, sonrojantes y diversos episodios, que encuentran cima en la concepción, primero, y en el nacimiento, luego —casi siempre, nacemos después de ser concebidos, dicho está—, de nuestra hija, hace ya un año y la mitad de otro. Luciana marcó, como dicen quienes a temas solemnes se refieren, un antes y un después en nuestra existencia, y ha significado cambios de enfoque y planes. Oh, la trascendencia.

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Hace unos años, cuando comenzábamos a vislumbrar en el aún lejano horizonte nuestros respectivos cumpleaños 40, Adriana y yo imaginábamos y proponíamos planes para celebrarlos. Fiestas multitudinarias, explosivas, legendarias, y viajes fantásticos a destinos exóticos constituían la parte fuerte de la lista. Pero, como aprendí hace unos años, la realidad dicta: pandemia, ajustes e hija de por medio, descubrimos que había mejores modos de festejar esa clase de hitos: por mi parte, tuve una conmemoración improvisada (si no es improvisada, seguramente no sea mi cumpleaños), íntima y feliz; para mi mujer, en cambio, creí que tendríamos un acto más nutrido y concurrido, digno de su celebrada y célebre personalidad. Llegado su turno, ella (que antes cumplía años el 5 de noviembre y hoy los cumple cuatro días después que su hija) decidió ceder el escenario entero a Luciana.
   Yo tengo muchos defectos, pero a la cabeza de la lista es difícil encontrar uno más poderoso que mi legendario egoísmo. Adriana, en cambio, no dudó un segundo (y si lo hizo, fue tan rápido no me dio oportunidad de notarlo) en dejarle los reflectores a Luciana.
Para lograrlo, empleó la táctica más impredecible, es decir, la misma que viene usando hace un par de décadas conmigo: darme por mi lado, hasta que llega la hora de tomar una decisión y entonces impone su criterio.
   Cuando me preguntó qué íbamos a hacer para festejar el primer cumpleaños de la bebé, respondí, como era natural: “¿Qué vamos a organizarle a una niña que no se va a acordar de ningún festejo a estas alturas? Nada, por supuesto”. “Está bien”, dijo mi esposa. Una semana o dos después, me repitió la pregunta, para ver si había yo entrado en razón y quería presumir algún crédito por la idea: “Entonces, ¿cómo vamos a festejar el cumpleaños de Bebechis?”. Me mantuve inconmovible: “Ya te dije que nada. Un pastelito le podemos organizar, con sus abuelos, nosotros, y ya está”. De nueva cuenta, me recetó un condescendiente “Está bien”. Días más tarde, zarpaba mi última barca de oportunidad como mente creativa y autor intelectual del Lucianafest. “Bueno, pues, ¿cómo vamos a festejar el cumpleaños de la niña? Hay que ir buscando dónde, para que no se nos venga el tiempo encima”. Yo soy muchas cosas, pero necio no soy (sí soy, bastantito), así que, sagaz como suelo, la pesqué al vuelo y elegí, absoluta
mente por mi cuenta y con mi proverbial capacidad de decisión —que quede bien claro—, hacer scouting en las locaciones que mi consorte había ya considerado. Animado exclusivamente por mi analítica y clarividente opinión, decidí dónde y cómo habría de conmemorarse el acontecimiento.
   En una de las columnas que dan forma al recopilatorio Hay más cuernos en un buenas noches, cerca del final del libro, escribe Manuel Jabois: “El amor también es eso: sacrificar un poco de ti para que el otro no sacrifique más de lo que debe”. En mi poco espectacular vida he visto unas cuantas cosas y conocido a un amplio número de personas; entre todas ellas, no hay ninguna dispuesta a sacrificar tanto por otra como mi esposa por nuestra hija.

   Si algo pesó para cambiar mi testaruda opinión, sépase, fue considerar que además del nacimiento de mi heredera se celebraría el día que mi Látigo restalló por primera vez en este mundo, para fortuna y dicha mía, principalmente, y de tanta más gente, según me consta.
El resultado fue una fiesta feliz, animada y memorable. Son tan escasos y costosos los milagros que cuando uno aparece, la celebración es, más que justificada, obligada. Menos mal que se me ocurrió celebrar.

 

***

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No sé qué haríamos mi hija y, sobre todo, yo sin mi mujer. Mi hija, asumo, se aferraría a la parte de su naturaleza heredada por vía materna para abrirse paso, persistir y progresar en este azaroso mundo y esta compleja existencia a la que sin su permiso ni solicitud la arrastramos. Yo, fijo, me hundiría en el pasmo y la desolación; es probable que a estas horas siguiera dando vueltas sobre mi propio eje. En cualquier caso, hago votos fervorosos por que la Luciérnaga de mis ojos pueda contar durante largos, numerosos y provechosos años con la guía de Adriana. Gracias a la vida por mi hija y, antes, por su maravillosa progenitora, mi mujer.

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No tengo el registro exacto, pero la escena se repite demasiadas veces en mis madrugadas. Con la luz apagada, hundido en sueños profundos y temibles, me revuelvo en la cama, acosado por preocupaciones reales o terrores fantasiosos, que van desde persecuciones en las que mis piernas se petrifican mientras mis miedos me alcanzan, hasta criminales con el ingrato propósito de terminar con mi vida a balazos (si morir es dura empresa, peor es hacerlo de noche y a obscuras).

A veces despierto sudando, algunas más grito, otras pocas lo hago en silencio. Todas las veces despierto lleno de pavor. Todas las veces busco enseguida la mano de Adriana, para anclarme de nuevo al mundo de los vivos despiertos y recetarme un golpe de tranquilidad que me mande a dormir sin miedo.

   Hace tiempo que me hice a la idea de que soy un tipo promedio, en el mejor de los casos, así que no hago demandas titánicas al destino, ni reclamo para mí gloria alguna. Entre los deseos que mantengo y que no estoy dispuesto a ceder, el primero es que cuando Luciana sufra uno de los muchos espantos que la vida nos depara, durante el sueño o la vigilia, y cuando atraviese las noches que todos alguna vez debemos atravesar, tenga siempre al alcance la mano de su madre, firme, reparadora, llena de amor, consuelo y certeza.

   Estoy convencido de que gracias a los buenos haceres, misteriosos saberes, al ejemplo irresistible y la protección de Adriana, la vida de nuestra hija será feliz y plena. Lo sé porque, a su lado, la mía ha sido magnífica. Parece que después de todo, y como siempre, mi mamá sabía. Las madres lo saben todo.

Para la mamá de Luciana. Y para mi mamá, que tenía razón.

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